sábado, 6 de mayo de 2023

Apocalipsis II - La era de los recolectores de hembras



Joven, desnuda, jugosa y asustada, la hembra corría con más ansia que coordinación; con más desesperación que esperanza. Cervatilla inexperta, su instinto educado tan sólo le indicaba que debía huir del depredador.

Encontró un camino. Grava y asfalto: camino antiguo, de aquel Viejo Mundo que nunca conoció y que nadie que conociera había conocido. Las historias contaban que, entonces, no podías andar más de un día sin cruzarte con uno de aquellos senderos grises que sajaban la tierra. Ella encontró el suyo por casualidad, sin buscarlo, cerrada la noche de la primera jornada de su Gran Cacería; la sorprendió la abrupta interrupción en la maleza, aquel suelo duro de pequeñas piedras puntiagudas pero desgastadas bajo sus pies, aquel olor oleoso en su pequeña nariz. Dudó. Un poco. Pero decidió seguirlo.

Correr o esconderse: esas, y sólo esas, son las opciones de las hembras que están siendo cazadas. Quizá, si la Cacería hubiese sido en la estación seca, habría optado por esconderse. Pero su melena rubia y su piel clara no eran buen camuflaje entre la frondosidad del verde. Así que corrió. Corrió todo lo rápido que pudo por aquel camino despejado. No estaba acostumbrada a correr, pues las hembras jóvenes apenas salían de la seguridad de los muros. Tampoco al trabajo duro, pues eran bocados que habían de conservarse tiernos para el disfrute de los cazadores. La ironía del Nuevo Mundo era que muchas hembras de su edad, en el Antiguo, con una vida más acomodada pero más deportiva, con cuerpos en su mayoría menos apetecibles, tendrían más oportunidades de escapar.

Sana, joven, bien alimentada, de cuerpo firme pero sinuoso como el suave desplazamiento de una serpiente sobre la cálida arena, igual que la mayoría de las hembras: el fin del Viejo Mundo había favorecido las caderas robustas, los muslos firmes y llenos, las ubres acogedoras.  El Mal las atacó menos que al resto; los machos supervivientes las protegieron más. Aún lo hacían. Por eso la Selección Natural había moldeado sus cuerpos para complacerlos antes que para escapar.

Cincuenta Grandes Cacerías habían acontecido desde el Fin del Mundo. Una cada dos años desde que el primer Cazador estableciera la tradición. Cincuenta ceremonias en que las hembras jóvenes intentan escapar para comprender que no pueden, salvo honrosas, y necesarias, excepciones. La sangre entre sus piernas la marcó para la Cacería hace cinco estaciones. Otras, más jóvenes, habían sangrado hacía poco; la última sorprendida por la Naturaleza la misma noche anterior a la salida. Algunas, mayores, llevaban dos años temiendo el momento. Pocas conseguían ocultar la sangre y retrasar la ceremonia un ciclo, pero al final también les llegaba su luna.   

Empezó a correr desnuda, como todas. Gastó parte de la ventaja que le daban sobre los machos buscando las sandalias que madre había escondido para ella: dos simples láminas de cuero curtido con algunas tiras para sujetarlas al pie, que con amor sacó de entremuros enrolladas y ocultas en el interior de su cuerpo durante la última cacería ordinaria. También encontró un trozo largo de cordel, improvisado con las fibras que da la Naturaleza. Madre se dedicó a tejerlo, renunciando a correr, aceptando el castigo destinado a las hembras que son atrapadas demasiado pronto, que no ponen a prueba la habilidad de los cazadores. Ahora ella podría correr: las sandalias eran finas, pero sin ellas sus pies descalzos ya habrían dejado un brillante rastro de sangre sobre aquella sustancia que llamaban asfalto; el basto cordel mordía la carne tierna de sus pezones, pero también evitaba el bamboleo frenético que el trote continuo imprimía a sus ubres. Corría más de lo que jamás habría corrido, más de lo que nunca había tenido oportunidad.

Aun así, la brisa seguía llevándole el olor de los depredadores.


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La encontraron. Dos machos. El viento le llevó los aullidos de júbilo.

Seguían lejos. Aún. Dos pequeñas motas en la distancia. Pero habían empezado a correr. Correr de verdad, no como ella podía hacerlo. En su interior comprendió que no podría escapar, pero siguió intentándolo. 

Corría y miraba, girando la cabeza con desesperación. Corría. Miraba. Más cerca. Más cerca.  Tropezó, cayó, se arañó una rodilla contra aquel asfalto desgastado de un mundo muerto, se levantó con el mismo impulso de la caída y siguió corriendo. Más cerca. Ya podía distinguirlos.

El más joven se adelantaba con el ímpetu de la juventud y la necesidad. Lo conocía, claro. El poblado había crecido desde el Fin del Mundo, pero todos seguían viviendo entre sus murallas. Macho joven sin hembra propia, parecía decidido a que ella fuese la primera. Su compañero, un cazador veterano con tres culos en propiedad, tampoco haría ascos a otra boca que alimentar con su verga. Siguió corriendo.

Los cazadores del mismo clan no luchan entre sí por las hembras, pues pertenecen a todos. Si el joven la atrapaba, el veterano nunca intentaría quitársela por la fuerza. Pero estaría atento, aguardando su oportunidad, algún error del muchacho, que ella consiguiera zafarse con el ímpetu de la desesperación. Agarrarla primero no era importante: quien la ensartara sería su dueño.

Zancadas; el bum bum del destino que se acerca a un ritmo más rápido que el que ella pudiera imprimir a sus pies; ya no quería mirar; el aire a su espalda, cálido y helado; el contacto momentáneo, sin afianzar la presa, de la zarpa del cazador resbalando sobre su piel sudorosa y suave. Joven y ansioso. Precipitado. Un par de zancadas más, un par de palmos menos. El aliento del macho en su espalda, en su cuello. La mano, ahora sí, agarrando con firmeza su brazo, haciéndola girar sobre sí misma, desequilibrándola. Los brazos que rodean su cintura y la alzan en vilo, con sus piernas cansadas pateando inútiles el aire en una huida que ya no tendrá lugar.

Apresada.

La tumbó con el propio impulso de la carrera. Cayeron juntos, pegados, él sobre ella: su caída dura, sobre el asfalto caliente, con las pequeñas piedras arañando su espalda; la de su nuevo amo amortiguada por la suave plenitud de sus pechos, de sus caderas y muslos. Antes de que el cielo llenara su visión, vislumbró sobre el hombro de su depredador al veterano que se acercaba, la carrera convertida en trote, conservando fuerzas en espera de su oportunidad.

Se revolvió, claro. La educaron para ello. La joven yegua salvaje demuestra su fuerza encabritándose, intentando derribar a su jinete. Es lo que dicta la Naturaleza: sólo el que logra domarla tiene derecho a la monta. 

La caída la aturdió y el macho cayendo sobre ella vació de aire sus pulmones, pero fue un instante: el aliento volvió y el cielo borroso recuperó su azul intenso. Empezó a agitarse. Intentó doblar las rodillas, afianzar los pies sobre el suelo, sus manos deslizándose entre su cuerpo y el peso del macho que las atrapaba, liberándose, buscando el rostro barbudo y feroz. Él la agarró por las muñecas, afianzándolas con una mano, apretándolas contra el suelo sobre la cabeza de ella. Una mano le bastaba para atraparla, la otra libre para disfrutar de ella: una mano forzando sus brazos, abiertos, ofreciendo acceso libre a la redondez de unas ubres que la otra agarró enseguida, apretándolas, antes de descender por su vientre tembloroso hasta la entrada oculta entre sus muslos. 

El macho la encontró seca, se escupió en la palma y la frotó contra su raja. Se alzó sobre ella y empezó a desabrocharse los pantalones.

Los cazadores iban vestidos: refuerzos de hueso para protegerse, de bestias y extraños; cuero y botas para andar entre la maleza; un cuero más robusto para proteger su hombría. 

"Cuando se bajan los pantalones son vulnerables", le había susurrado madre. Esperó, mostrándose sumida, domada, a que su joven cazador empezara a sacarse la verga. Entonces atacó: el pie apoyado con firmeza en el suelo impulsando la rodilla, un golpe seco en el costado. El macho gimió, entre la sorpresa y el dolor. Giraron. Ella se levantó tan rápido como pudo. Intentó escapar. Él la agarró por los tobillos. Ella trastabilló y volvió a caer, pateando para librarse, para separarse, mientras el cazador intentaba recuperar el equilibrio con los pantalones por las rodillas.

Él se lanzó sobre ella, derribando con su peso las vacilantes esperanzas de su intento de huida. Sintió el beso del asfalto contra la mejilla, los pechos contra la grava puntiaguda, la pelvis del macho contra su grupa, las grandes manos aplastando su cabeza, su espalda, inmovilizándola, mientras acoplaba la verga al balanceo desesperado de sus caderas para ensartarla.

Entonces, ella lo vio: el veterano, unos metros más adelante; tumbado sobre el suelo. No estaba descansando. Se había desplomado. En el Nuevo Mundo la Muerte era lo bastante habitual como para reconocer un cadáver.

Un chasquido. Seco. Apagado. Gotas calientes y espesas cayendo sobre su espalda. Salpicaduras rojas, rectas y finas, marcando la silueta de su cabeza sobre el asfalto. Las manos del joven macho de pronto sin fuerza. Su peso desplomándose sobre ella. 

Dos pares de pies enfundados en botas negras de cuero, pulcras y perfectas, surgieron de la espesura a ambos lados del camino. Otros dos machos, pero no eran del poblado. Vestían telas extrañas con colores que se confundían con el follaje. Llevaban armas al hombro. Parecían hachas, pero no lo eran: negras, con demasiados adornos, las cabezas que deberían haber estado afiladas no lo estaban y los machos las agarraban por ahí.

Ella giró, intentando librarse del peso muerto. Logró ponerse en pie. Cojeaba: le dolía la rodilla tras las dos caídas. Pero logró correr.

Sintió el silbido, un siseo de serpiente, una punzada de dolor en su espalda y un relámpago azul recorriéndola de arriba a abajo. Sintió el líquido caliente corriendo por sus muslos cuando se orinó encima. 

No llegó a sentir el nuevo beso del asfalto.


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El soldado se inclinó sobre la muchacha inconsciente. Tanteó las nalgas. Las palmeó y separó. Examinó el pequeño ano y colocando los dedos sobre su contorno intentó abrirlo para ver si cedía. Después le dio la vuelta. Separó los labios y contó los dientes. Palpó el cuello.

—Algo acelerada —comentó.

—Es lo que tienen los chispazos.

Sopesó los pechos, palpó el vientre, separó los muslos.

—Odio cuando se mean encima. Deberíamos bajar el voltaje.

—El protocolo es el protocolo.

Los dedos recorrieron la raja de la muchacha y se internaron con delicadeza.

—Virgen —sentenció—. Varios hematomas y magulladuras en las extremidades inferiores. Algunos menores en las superiores. Arañazos en la espalda. Un golpe en el pómulo derecho. Por lo demás, parece sana.

Su compañero asintió, complacido.

—Envuélvela para regalo. ¿Acertaste a tu objetivo en la cabeza? Bien. Yo me ocupo.

El soldado sacó una camisa de fuerza de su macuto de combate y la introdujo con delicadeza por los brazos inertes de la muchacha, afianzándolos en la espalda. Una mordaza de tela colocada firme entre los labios y una capucha envolviendo la cabeza. Mientras, su compañero comprobaba que el joven cazador no tuviese más orificios que el que adornaba su frente. Desnudó el cuerpo sin vida y metió los enseres en una bolsa de lona. Decapitó el cadáver, cortó los genitales y lo metió todo en otra bolsa. Repitió con el veterano que aguardaba con paciencia unos metros más allá.

Examinó el GPS. Los salvajes venían del asentamiento siete, nornoroeste. La muchacha había cubierto un buen trecho. El asentamiento doce estaba al sureste. Tendió los cuerpos en el suelo, con un brazo extendido señalando en esa dirección.

Su compañero ya tenía a la muchacha cargada al hombro. Él cogió las bolsas.

—¿Todo bien?

El otro asintió.

—Sí. Aunque ha costado. Deberíamos ensanchar los chalecos. Estas salvajes las tienen cada vez más grandes.

—No veo el problema —dijo. Ambos se sonrieron y emprendieron el camino al punto de encuentro.

—Entiendo que haya que cortarles la cabeza, pero ¿por qué los capamos?

El otro sopesó una de las bolsas que cargaba.

—Cuando tratas con salvajes, es mejor hablar su idioma.


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—¿Cuántos? —preguntó el Cazador, los dedos crispados aferrando los reposabrazos de su trono de piedra —. ¡¿CUANTOS?!

—Encontramos seis cuerpos, pero ocho no han vuelto. Tampoco uno de los exploradores que salió en su busca. Los cuerpos señalaban...

—Sí, sí, sí —atajó Cazador con un ademán enérgico—: donde siempre. ¿Qué más?

—Once hembras perdidas. No se espera que ninguna vuelva por haber superado la prueba.

Nueve machos, once hembras. Nunca ocurrió nada semejante. Las jóvenes que logran escapar en su primera Cacería suelen volver por sí mismas para ocupar un lugar de honor entre las hembras, aunque otras prefieren no hacerlo. Algunas mueren al enfrentarse por primera vez al mundo más allá de las murallas; serpientes y otras bestias, hambre y frío; la Naturaleza es cruel. También cae algún macho, de vez en cuando, sobre todo al principio, cuando las víctimas de la Maldición aún vagaban por el mundo en grupos salvajes y estúpidos, pero numerosos. Aquel problema se solucionó hace mucho, pues las criaturas eran rabiosas e irracionales, pero seguían siendo humanas, vulnerables a las bestias y al hambre, y sus años estaban contados. 

Pero los pobladores que caían reclamados por la Naturaleza, machos o hembras, dejaban un rastro en el que podía leerse su final: cuerpos congelados muertos de frío, rotos por una caída, devorados por bestias... 

Pero, durante las últimas seis cacerías, las hembras desaparecían sin dejar rastro. Y el que dejaban los machos portaba un mensaje. De guerra.

Tres hembras desaparecieron durante la última cacería que presidió su antecesor. En la primera que él presidió como Cazador, también cayó el primer macho. Y siguieron: siempre una o dos hembras; algún macho ocasional; hace un par de años, ninguno. Esta vez eran veinte. 

La cifra cayó como una losa en la gran sala. Ninguno de los rastreadores hablaba. En su trono de piedra, el quinto Cazador, el firme mentón apoyado sobre el puño cerrado, reflexionaba. Durante un instante pareció percatarse de la presencia de sus rastreadores y los despidió con un gesto brusco.

Se quedó sólo.

“Veinte”.

Meditando.

“Veinte”.

Arrodillada ante el trono de piedra, entre las piernas del Cazador, la pequeña cabeza de su hembra pelirroja se deslizaba acogiéndolo entre sus labios. Suave y dulce. Complaciente. 

La segunda hembra que había poseído. La primera fue una cría apetecible, morena de piel y pelo, que logró cazar cuando era sólo un muchacho. Murió en su último parto. Cuando se convirtió en Cazador reclamó a la pelirroja como ofrenda. Nunca había sido cazada, pero resultó una excelente elección: una reina adecuada, de boca tan caliente como sugerían los labios carnosos y el pelo de fuego; algo adecuado pues, como la más veterana de entre las hembras del Cazador, podía estar presente en las audiencias de los machos. Callada, por supuesto. Él se encargaba de taparle la boca.

Pero, en aquellos momentos, sus habilidades no parecían suficientes para enardecer el ánimo del Cazador. 

"Veinte", pensaba, mientras el agarrotamiento hacia mella en la suave curvatura del cuello de la pelirroja.

"Veinte", seguía tiempo después, mientras la poca saliva que le quedaba se escurría por entre los labios carnosos pero cansados de una hembra que se veía incapaz de endurecer la masa consistente que acunaba sobre su lengua. La mente del Cazador estaba en otra parte y la sangre no fluía al lugar que ella necesitaba.

Ni cuando su macho la agarró por la cabeza y forzó con violencia su garganta, buscando en la prisa y en la profundidad la satisfacción que le era esquiva, logró endurecerlo. 

Cansado, Cazador la agarró por el pelo, la separó de su verga y, de una bofetada, la mandó lejos del trono.

—Vete —ordenó. Y volvió a quedarse sólo.

Siguió meditando, su hombría tranquila y mojada descansando ya sobre la roca. Su pueblo dormía cuando se levantó para dirigirse a la cámara oculta tras el sitial.

La entrada estaba disimulada, y el modo de abrirla era un secreto que se transmitía de un Cazador al siguiente. Rebuscó en la estancia oculta, entre ánforas y vasijas selladas con cera de abeja, hasta hallar lo que buscaba. Cada recipiente era un tesoro de conocimiento del Antiguo Mundo, cada uno marcando su contenido en un idioma muerto que sólo uno pocos, los mejores, candidatos por su fuerza y determinación a ocupar el trono de piedra, podían interpretar.

El recipiente de barro era largo y estrecho. Cazador extrajo un cilindro de grandes hojas de papel enrolladas y las desplegó sobre la mesa. Las superficies eran lisas, impecables, brillaban reflejando la luz de las antorchas. Los colores vivos, las líneas nítidas. Mapas del Antiguo Mundo. Su antecesor le había explicado que eran precisos, las escalas exactas, las proyecciones pura poesía matemática. Muchos de los caminos y poblaciones más pequeñas ya habían desaparecido bajo el polvo y la vegetación, pero los ríos y montañas continuaban. En aquella vasija había mapas como para entender todo lo que existía a trescientos kilómetros a la redonda. Relieves, caminos, elevaciones… en algunos el papel era transparente, para poder superponerlos. El más importante revelaba las ubicaciones de otros poblados como el suyo, regidos por otros Cazadores. Seis fueron proyectados antes del Fin, pero le constaba que sólo habían sobrevivido cuatro. Buscó las ubicaciones de los cuerpos encontrados, los recuerdos de los cuerpos anteriores, las direcciones que señalaban. Al sureste, a más de doscientos kilómetros, se erigía otro poblado. Parecía una larga distancia, pero las hembras eran presas un poco más difíciles en cada generación. En una Gran Cacería, las jóvenes que optaban por huir en vez de esconderse a menudo podían recorrer cuarenta o cincuenta kilómetros el primer día, si no las atrapaban antes. Algunas lograban mantener el ritmo el segundo o incluso el tercero.

La distancia entre los poblados parecía grande, pero la seguridad que aparentaba otorgar era en realidad frágil. Todo indicaba que aquellos cazadores forasteros buscaban una cosa: hembras. Sus hembras. Las de su gente. ¿Por qué? Sobraban razones: porque había perdido las suyas propias o, simplemente, porque querían más.

Pero… ¿por qué dejarían un rastro que le guiaba hasta ellos? ¿Por qué se delatarían? Pensó en una trampa. Pero los demás poblados estaban en otras direcciones, o demasiado lejos: los forasteros tendrían que haber atravesado las tierras que controlaba el Cazador sin que sus rastreadores los vieran, o dar un rodeo inmenso para atacarlos en la dirección adecuada para plantear el engaño. No. Eran machos de ese refugio los que lo desafiaban. Querían provocarlo a la guerra, hacerlo salir de la seguridad de sus muros para atacarlo en campo abierto. Y tenía pensado aceptar el desafío

Solo que no atacaría como ellos esperaban.


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La hembra intentaba liberarse del abrazo de su propio cuerpo, pero no podía. Ni gritar: su boca estaba ocupada; la adiestraron desde niña para usarla, para alojar entre sus labios, con suavidad, mucho más de lo que creería posible. No se resistiría a la invasión de la mordaza que la llenaba, aunque quisiera hacerlo.

La capucha la mantenía en tinieblas y amortiguaba los sonidos, pero no los apagaba del todo.

Cuando despertó hacía calor y estaba tumbada. Incluso a través de la capucha percibió la oscuridad de un espacio cerrado. El suelo temblaba bajo ella, y notaba que se movía con el ronroneo monótono del metal contra el metal. Otros sonidos, tenues: gemidos y respiraciones apagadas de otras gargantas amordazadas, como la suya. Gargantas de hembra. Olores cálidos y asustados de hembra. Olores familiares.

Sintió luz a través de los pliegues de la capucha, el calor del sol en sus nalgas cuando manos de macho la cargaron sobre el hombro. Luz fría, aire extrañamente limpio, la impersonal dureza del metal bajo su espalda cuando volvieron a tumbarla. Y una voz, ronca y cansada, de macho viejo. La voz autoritaria de un macho acostumbrado a mandar.

—Abridla de piernas.

Y dos pares de manos de hembra aferrando sus tobillos y separándolos. 

Una mano huesuda palpó sus muslos, midiéndolos, acercándose a su entrada, hurgando en ella, arañándola, pellizcando y separando sus pliegues, dibujando el contorno del sello brillante que la cerraba.

—Virgen —dijo el macho en voz alta. Constataba un hecho.

Otra mano, no sabía de qué sexo, tiró de su pelo a través del borde de la capucha.

—Pelo rubio. Piel clara. Sin cicatrices permanentes… aún.

>> Se aprecia buena capacidad mamaria. ICC… 62.

>> Procede, querida.

La presión en el brazo. El aguijón. Sintió sus venas latiendo con fuerza y gritó a través de la tela de la mordaza.

—Tranquila, niña —susurró el viejo macho—… Tranquila… Sólo un pinchacito más. Te dolerá un poco, pero debemos saber qué clase de mujer eres antes de ponerte el sello.

Dolió, desde luego. El aguijón mordió la carne tierna y sonrosada de su raja y se clavó en su interior, profundo.

—Bien, bien —murmuraba el viejo mientras lo sacaba. Veamos… estos chismes siempre tardan un poco. La química requiere su tiempo. 

>>Ya sale… Una reproductora… ¡Excelente!

>>Prepara el sello, querida. Origen… veamos… ¿y mis gafas? ¡Ah, sí! El siete. Buen lugar: especímenes de calidad. Código uno, para las reproductoras. Sería la 071012. Buen número para el sorteo.

>>Podéis marcarla.

Las manos que la sujetaban la voltearon sobre la superficie de metal y tiraron con fuerza del borde del chaleco de lona que aprisionaba su cuerpo, hasta dejar al descubierto la parte baja de su espalda, la piel tierna sobre el nacimiento de sus nalgas. 

—Agarradla bien —dijo una voz de hembra.

Sintió el dolor como un relámpago azul brillante que recorría su espalda, el calor convirtiéndose en fuego que abrasaba su mente, el suave susurro, el crepitar de la carne jugosa sobre la llama. Su olor apetecible. Gritó, vaciando el aire de sus pulmones sobre la mordaza que aprisionaba su boca.

Aún seguía gritando cuando perdió el conocimiento.


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El enemigo quería hembras. Las necesitaba, hasta el punto de estar dispuesto a la guerra. Ese era su deseo.

Y su debilidad.

Cazador había estudiado a su enemigo, su número y defensas, y planeado el asalto. Y lo más importante: lo conocía. "Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo, y en cien batallas nunca saldrás derrotado", decía un tratado militar del Antiguo Mundo que Cazador guardaba, bien oculto, y había estudiado con atención, al igual que sus antecesores.

Conocía a su enemigo. También eran cazadores y seguían la tradición. Sabían que atacando durante una gran Cacería conseguirían hembras jóvenes, a estrenar. Esperaban un ataque directo del Cazador como represalia, como respuesta a su declaración de guerra. Es lo que iba a darles.

Se movió rápido. La sangre de las hembras recién estrenadas aún estaba fresca en sus tajos cuando convocó a sus guerreros. Su rival esperaba una respuesta poderosa, pero iba a darles una veloz.

No esperaría a una Gran Cacería de su rival para devolver el golpe. La luna marcaba una cacería ordinaria para el día siguiente. Sería entonces.

Dividió su ejército en dos y dispuso sus guerreros al amparo de la oscuridad, lo bastante lejos de las murallas rivales como para ser invisibles a los ojos de sus enemigos. Al alba, las puertas se abrieron y salieron las hembras forasteras designadas por la diosa para esa cacería, corriendo para aprovechar la escasa ventaja que tenían sobre los que aún eran sus machos. Estas hembras, pendientes de lo que tenían detrás, no vieron el peligro invisible que las aguardaba delante hasta que fue demasiado tarde.

Los guerreros de Cazador cayeron sobre ellas. Tenían órdenes de atraparlas: no con delicadeza, como sucedía con las hembras del poblado; en esta cacería no tenían límites. Si las atrapaban vivas y aprovechables, bien. Si fallaba el lazo, una piedra en la cabeza podía inmovilizar a la hembra, un momento o para siempre. Si fallaba la piedra, lanza y flecha.

Las hembras fueron sometidas, con rapidez. Los cazadores enemigos que salieron tras ellas se encontraron de pronto con una lluvia de flechas. Los más osados y ansiosos, los que más prisa tenían por cazar, murieron los primeros. El resto huyó con más velocidad de la que habían demostrado hasta entonces, a refugiarse en la seguridad de sus murallas. Los guerreros de Cazador atacaron.

El ataque fue breve. Con velocidad y sorpresa, sus guerreros acometieron contra la muralla arrojando flechas y lanzas. Furia. Y fuego. Acabaron con algunos enemigos, pero bien parapetados y reorganizándose, estos devolvieron el ataque desde la seguridad de sus defensas. Los guerreros de Cazador empezaron a caer. Y retrocedieron. Perdido el factor sorpresa, comenzaron a retirarse, recogiendo en su camino el botín de hembras que habían logrado.

Viendo que la gente de Cazador era inferior en número y que se marchaba llevándose un buen número de sus hembras, los enemigos finalmente se decidieron a reorganizarse y salir en su persecución. Querían recuperar las hembras. Las necesitaban.

Empezó la carrera.

Sus guerreros llevaban ventaja, pero cargaban con las hembras. Daba igual. Aquel juego del gato y el ratón duraría poco. Pronto las soltarían. Que fuese el enemigo el que parase para recuperarlas, el que cargase con ellas después. Pobres estúpidos. Los guerreros de Cazador les habían quitado un lastre, y ellos correrían hasta la extenuación para recuperarlo.

En una colina cercana, oculto por la vegetación abundante, Cazador observaba. En cuanto perseguidores y perseguidos estuvieron lo bastante lejos como para no poder distinguirlos salvo por el polvo que levantaban, se volvió hacia en segundo grupo de sus guerreros. El movimiento de sus labios fue apenas un susurro, pero todos lo entendieron

—¡Matad!


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La muchacha era menuda, delgada, pero gozaba de un culo generoso. Sentada sobre sus rodillas —desnuda, por supuesto—, de espaldas a él, cubría completamente su regazo mientras le restregaba las nalgas acogiendo entre ellas su virilidad endurecida. Los glúteos eran fuertes. Apretaban, masajeaban, ordeñaban a cualquier hombre que se perdía entre ellos. Había adquirido gran destreza aplicando con el trasero el mismo tipo de masaje que la mayoría de sus compañeras ofrecían entre sus pechos.

Él acarició la grácil espalda arqueada, la piel morena. En el mundo anterior al colapso, la muchacha habría sido considerada musulmana, árabe incluso. Esas distinciones se habían difuminado entre los salvajes, pero entre la gente civilizada intentaban preservarlas, pues en la variedad está el gusto.

Le soltó un azote, un buen azote que resonó en las pétreas paredes de la sala, lo bastante enérgico como para que aquel culo poderoso pudiera apreciarlo. La muchacha aumentó su ímpetu.

Nunca hizo falta castigarla demasiado, pero no hay que perder las buenas costumbres.

Su mano permaneció agarrando el glúteo, disfrutando su calor. Su pulgar dibujó el contorno del primero de los tres sellos que la chica tenía grabados en la espalda: 1A0016. Casi podía leer los dígitos al tacto de tantas pieles tersas que había acariciado.

1A, luego provenía del asentamiento 26. Habían esquilmado aquel caladero durante años. Sólo hembras, al principio. A veces dejaban un rastro de sangre, para imbuir en las mentes salvajes la idea, el miedo instintivo, de un animal devorador de carne. Las hembras desaparecían, fuera durante las grandes cacerías o las ordinarias, y en su lugar aparecía un poco de sangre aquí y allá, siempre cerca de los mismos lugares, en el hipotético coto de caza de una bestia que sólo existía en su imaginación. Era lógico suponer que los cazadores prohibirían a sus hembras huir por aquella zona, pero también lo era suponer que supondrían que ellas no iban a obedecerlos. Al fin y al cabo, la mejor ruta para escapar es aquella que tu perseguidor no cree que vayas a seguir.

También acabaron con un buen número de machos, en un par de batidas los últimos años, mientras buscaban hembras perdidas. Era necesario debilitar el asentamiento para lo que estaba por venir. Dejaron mucha sangre y ningún cuerpo. La bestia imaginaria estaba engordando.

El 0 seguía a la A bajo la yema de sus dedos. Nunca supo si porque la muchacha ya había sido usada cuando la recolectaron o porque sus genes no eran los adecuados; tampoco le importó. 0, para las chicas destinadas tan sólo al placer, con uso prioritario de anos y bocas. 1 sería para las reproductoras, aquellas que por su genética producirían descendencia de calidad, y en las proporciones adecuadas. 2 para las madres, aquellas que han parido un varón. 3 para las mujeres de confianza. 4 para las Adeptas, las entregadas a la causa. Aún habrían de pasar años, siglos quizás, antes de que se emplease el 5.

El hombre acarició el A0, el A3, el A4. Los sellos se sucedían en sentido ascendente, sin espacio entre ellos. En algunas espaldas había huecos en la sucesión. En otras, el orden no era siempre ascendente. La vida es cambio. A veces para bien. A veces no.

La muchacha se recostó contra él. Él besó el grácil cuello, lo mordió. Sus manos abandonaron la espalda, tallaron la cintura, subieron hasta tomar posesión de los pechos. La espalda se contoneó en círculos amplios, hipnóticos. No en vano sus antepasadas eran famosas por la danza de sus vientres. Las nalgas se apretaron contra su dureza, con el movimiento experto de la maza contra el almirez, intentando extraer sus jugos. Lo logró.

Él se descargó con un resuello, regando aquella espalda felina con la huella de su virilidad. Los níveos rastros de su placer resbalaron por la curva de la espalda dejando su huella sobre los sellos alineados mientras la muchacha volvía su rostro hacia él, y sonreía.


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La joven hembra se despertó en una habitación blanca con unas paredes y un suelo más lisos y suaves de lo que había visto nunca. Tenía comida, algún tipo de puré, y una gran jarra de agua, en el suelo. Recipientes metálicos, irrompibles. Un agujero en un rincón para sus necesidades. Nada más.

Tenía un vendaje pegado en el nacimiento de las nalgas. Lo palpó y un chispazo de dolor recorrió su espalda haciéndola tambalearse.

"Podéis marcarla", había dicho el viejo macho. También, entre su gente, los cazadores aplicaban el hierro a las hembras que capturaban en las grandes cacerías. ¿Pertenecía ahora al viejo? No la había cazado.

No tenía derecho a reclamarla.

Una puerta. Parecía sólida, pero aun así la golpeó y gritó pidiendo que la liberaran.

No vino nadie.

Pasó el tiempo. Horas. El pequeño sol del techo se apagó y se hizo la noche en el habitáculo. Una noche sin luna.

Más tiempo. Más horas. El pequeño sol volvió a salir.

La puerta se abrió. Un macho vestido de blanco. No parecía un color para camuflarse en la Naturaleza. 

La miró un instante, pero volvió a ignorarla. Dejó más comida, más agua. Ella permaneció inmóvil, pero lo vio agacharse para dejar las provisiones, vio el hueco de la puerta, y echó a correr. 

Él fue tan rápido como si supiera que huiría antes que ella misma. Sacó el arma de entre los pliegues de la ropa. No estaba afilada. La estocada no atravesó la piel. Ni siquiera golpeó con fuerza. Pero ella sintió cómo el relámpago volvía a recorrer su cuerpo. Se desplomó. Y volvió a orinarse encima mientras el macho guardaba el arma, recogía los cuencos vacíos y se marchaba sin volver a mirarla.

Más tiempo. Más horas. Él volvió con más agua. Más comida. Ella no volvió a intentar huir y trató de comunicarse, pero no la entendía. O quizás… el viejo hablaba en la lengua del Pueblo. Sí. Aquel macho la entendía. Y la ignoraba.

Tiempo, horas, noche, agua, comida y silencio se sucedieron. Dejó de sentir el pulso propio latiendo en la marca de su espalda. Más tarde, incluso el escozor desapareció. Aquel extraño puré dio paso a la sopa, y la cantidad de agua aumentó. Cuando no se la terminaba, él la obligaba. Dos, tres ciclos más. ¿Cuántos iban? ¿Cinco? ¿Seis? Él entró. Llevaba el arma en una mano y la agarró por la nuca con la otra. La empujó con suavidad a través de la puerta.

—Vendrás conmigo — informó.

Pasillos. Sólo las construcciones más grandes del poblado tenían pasillos, y ninguno tan largo como aquellos.

Había hembras en una gran estancia. Muchas. Todas de blanco, como el macho, pero sus ropas relucían como el acero y se ceñían marcando unos cuerpos bien formados. No escondían armas. Todas parecían veteranas. 

El macho la empujó a la estancia y asintió con la cabeza hacia las hembras. Ellas la rodearon y la agarraron. Intentó defenderse —eran hembras— pero sus uñas resbalaban sobre aquellas extrañas telas.

Dos apresaban sus manos, dos sus piernas, y tirando de ella la levantaron en volandas hasta que quedó en el aire, y abierta. Las otras pululaban alrededor.

—Una rubia —dijo una—. Lo que nos faltaba.

—Y auténtica —respondió otra mientras acariciaba su raja mesando el suave vellón dorado que la cubría—. Lo será menos cuando haya terminado — Y con unas pinzas de metal más pequeñas y finas que las que estaba acostumbrada a ver en el poblado, empezó a arrancar los pelillos uno a uno.

Gritó, y su boca abierta fue de inmediato invadida por un bocado que primero la forzó a mantenerla así, y después a abrirla mucho más. Cepillos y cremas barrieron sus dientes, su lengua, el fondo de su garganta. Y, aunque cómo toda hembra, había sido adiestrada para suprimir las arcadas, le resultó imposible. 

Mojaron, lavaron, peinaron su pelo, tirando con fuerza para deshacer los nudos. Lo cortaron con tijeras pequeñas y precisas. Perfilaron sus cejas y pestañas. El resto de vello fue arrancado con pinzas al igual que el que adornaba su raja.

Conocía el jabón. En el poblado lo hacían con grasa y flores, pero aquellas hembras empleaban uno distinto, más sutil, más suave. Muchas manos embadurnaron su cuerpo. Cuando acabaron de despejar su hendidura, otras manos la untaron también allí, deslizándose arriba y abajo, entre sus muslos, entre sus nalgas. 

Otra hembra se colocó entre sus piernas. Una bruja, sin duda, pues llevaba entre las manos una serpiente enorme que manejaba sin temor. Un monstruo que escupía agua. Agua fría. Helada. Con fuerza. El chorro lamió sus muslos abiertos y la dureza de su beso la hizo retorcerse.

Arrancó todo el jabón de su cuerpo y la dejaron en el suelo, exhausta. Apenas protestó cuando dos machos la levantaron y la sacaron en volandas de allí.


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La hembra huía con desgana, sabiendo que no podría escapar pero que se esperaba que lo intentara. El forastero la alcanzó pronto, la derribó y se lanzó sobre su espalda. La verga se clavó entre sus nalgas como un puñal bien afilado manejado por un asesino experto: rápido, certero y profundo. Sin piedad ni lubricación. Era el precio de la derrota.

Gritó, pero su grito se perdió entre aullidos de forasteros, otros gritos de sus hermanas, el crepitar del fuego y el quejido de las casas que se derrumbaban.

Indiferente al guerrero que seguía disfrutando en la retaguardia, Cazador agarró la melena de la hembra y tiró hasta levantar el rostro del polvo. Lo contempló, lo evaluó: no parecía satisfecho. Siguió caminando.  

Navegaba triunfal en un mar de destrucción. El fuego devoraba los restos de la derrota rival. El humo olía al incienso que santificaba su victoria. Los gritos de las hembras ensartadas por el coraje de sus guerreros cantaban el himno de su triunfo. La sangre goteando de los cuerpos destrozados de sus enemigos era su alfombra roja.

Atacaron con fuerza y determinación, acero y fuego, a los pocos guardianes que el rival había dejado para proteger su campamento. Hubo bajas, inevitables, pero la conquista fue rápida.

El grueso del ejército enemigo regresó a toda prisa cuando las primeras volutas de humo tornaron gris el azul del cielo, revelando la trampa. Volvieron corriendo, cargados con las hembras que habían podido recuperar, tan solo para encontrarse con que las murallas que antes los defendían estaban ahora ocupadas por la mitad de los hombres del Cazador. La otra mitad llegó detrás de ellos, aplastándolos entre el martillo y el yunque.

Ahora, recorría sus nuevos dominios. Contemplaba los frutos de la victoria, los tesoros saqueados, las hembras tomadas. Y donde debería haber júbilo sólo existía consternación. 

Orgulloso, con la frente alta y el paso firme, se dirigió a la gran sala del que había sido su rival. Tras un trono de piel y hueso, ocultos tras los retazos de oscuridad de la luz vacilante de las antorchas, dos pares de ojos brillantes lo contemplaban asustados. Dos hembras de ébano, altas, esbeltas. Una más alta que la otra, más madura, pero aún apetecible; la primera hembra del jefe rival. Otra joven, temblorosa. Una hija.

Cazador señaló a la madre, a sus labios gruesos. Se sacó la verga.

La hembra corrió a arrodillarse ante él y tragó, agradecida por la familiaridad de la situación. Boca diestra, profunda, de mandíbula firme y una lengua larga que jugueteaba sobre su hombría, la envolvía, la ensalivaba, y succionaba, succionaba… mientras aquellos ojos brillantes miraban hacia arriba, implorantes, buscando en el rostro de su nuevo dueño la aprobación o el error.

No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. En cuanto estuvo firme, Cazador apartó a la negra, agarró a su hija, la colocó a cuatro patas sobre el trono de huesos y la ensartó, templando su acero caliente en la sangre fresca de hembra por estrenar, que salpicó la piel del trono y la del Cazador, una sangre más fresca que la que ya llevaba encima, derramada por sus enemigos.

Entraba y salía. Con fuerza. La cría gritaba. Su madre aguardaba, arrodillada, la consumación de lo inevitable.

—¡Traedlo! —ordenó entre resoplidos de esfuerzo; la negrita estaba apretada.

Aunque estaba de espaldas a la puerta, sabía que alguien atendería su orden. Así fue.

Dos guerreros entraron trayendo a rastras a su rival. Cazador recibió a su homónimo con los pantalones bajados, mostrándole el culo mientras ensartaba a su hija. El triunfo está para lucirlo.

Se tomó su tiempo, tallando las entrañas de la negra a la medida de su cincel antes de llenarla con su esencia. Tras él, el rey caído se mantuvo firme, la cabeza alta, intentando mantener la dignidad, mientras la que poco antes había sido su hembra principal clavaba la mirada en el suelo, avergonzada.

Despidió a la joven con un azote y se sentó en el trono de piel y hueso, mirando por primera vez al otro.

—Me retaste, y has perdido. Me robaste, y ahora no tienes nada.

Entonces su rival hizo algo sorprendente.

Sonrió.

—Idiota… —susurraba, la voz apenas audible, pero clara—. Pobre idiota… —No sabía si se dirigía a él, o a sí mismo —. Has vencido, muchacho. ¡Felicidades! Pero no te regocijes en la victoria: no es sólo tuya; mis guerreros ya habían sufrido muchas bajas antes de que llegaras. 

>>¿Te crees mejor que yo?

Cazador sonrió, aunque sus ojos permanecieron duros.

—Lo soy —respondió—. He ganado.

—¿En serio? Yo no sabía quién era mi enemigo, pero al menos era consciente de mi ignorancia. Tú, ni eso.

>> Toma el botín del vencedor, ya que has ganado. Te diste cuenta, ¿verdad? Lo veo en tus ojos. No será tan generoso como esperabas.

>> Te llevas buenas hembras —su mirada triste se posó en la negra arrodillada entre él y Cazador—. Pero no conoces a ninguna.

>> Viniste buscando algo. 

>> Y no lo has encontrado.

Los hombres se miraron, largo rato. Fuera, el fuego crepitaba, los machos aullaban, las hembras gritaban. En un rincón, oculta por la oscuridad, la negrita se acurrucaba entre sollozos. 

Finalmente, Cazador hizo un gesto para que se llevaran al prisionero. Antes de salir, este se volvió una vez más hacia su antiguo trono.

—Has sido muy listo, muchacho, engañándome para salir y atacando mi campamento cuando estaba desprotegido. Ahora eres tú el que tiene que volver a casa. 

>> Veremos qué encuentras.


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Permanecía desnuda, arrodillada junto a la mesa del director. No le importaba. Ya no. En las instalaciones la temperatura era agradable y había aprendido a sentirse cómoda de rodillas: los músculos adecuados se habían fortalecido; y sus nalgas ayudaban a adaptarse a esa posición, claro. También los guardianes debían permanecer en su puesto durante la ronda de vigilancia. El protocolo es el protocolo.

Desnuda y de rodillas, en el despacho del director, 1A4016, la mujer que en otra época habría pasado por árabe, observaba el cuadro que cubría por completo una de las paredes. La opuesta tenía pantallas, luces, dispositivos de comunicación. Tras la mesa del director, un mapa en vivo del mundo, un mundo más grande de lo que ella había imaginado. Cosas maravillosas, sin duda, pero era el cuadro lo que la fascinaba.

Hasta hace poco no tenía permitido estar allí. El acceso de las mujeres a las distintas secciones de la instalación estaba controlado, y el último sello aún lucía fresco en su carne.

El director estaba en su mesa, ocupado en cosas importantes. Cosas de hombres. No requería de sus servicios, pero quizá lo hiciera en un rato. 

Aquel cuadro… era hermoso… brutal. La vida reflejada en la muerte. Al contrario que la mayoría de las pinturas que decoraban las instalaciones, no había color en él. Negro, blanco, y gris. De haber estado coloreado, primaría el rojo, cubriendo a aquellos hombres y bestias que se retorcían en agonía. Rojo de sangre y de fuego.

—El padre de mi padre nació allí —comentó el director sin levantar la vista del informe.

—¿Es real? —preguntó ella. 

—Quedó arrasada tras el colapso. Por entonces tendría unos veinte mil habitantes. Estaba aquí.

Se giró para señalar un punto en el gran mapa a su espalda antes de volver a sus ocupaciones. Ella ya había visto otros mapas de los hombres. Ellos le habían enseñado a entenderlos. Aquel punto apenas estaba a un palmo del lugar en el que sabía que se encontraban, pero en el mundo real, caminando del amanecer al anochecer a buen ritmo, sería más de un mes de viaje, suponiendo caminos llanos y despejados. Pero había montañas...

—Unos mil doscientos kilómetros —murmuró él.

—¿Era una Gran Ciudad?

El director levantó la vista hacia ella y sonrió.

—¿Con veinte mil habitantes? Más de los que puedes imaginar, ¿verdad? Pero no. Era pequeña, obrera. Ya la habían arrasado un siglo antes. Así de loco era el mundo antiguo. Entonces estaba menos poblada, poco más que un pueblo. Muchos habitantes murieron cuando unas máquinas voladoras arrojaron fuego desde el cielo. El cuadro refleja ese momento.

—¿Lo pintó un superviviente?

—No. Un pintor famoso, años después. ¿Ves las perspectivas que cambian, los trazos planos que se entremezclan, algunos cuerpos alagados, otros achatados, sin proporciones? Pintaba la realidad desde puntos de vista que cambian a medida que dibuja cada trazo. Un genio o un loco, según se mire. 

>> Este cuadro presidió algunos de los museos más importantes del mundo. Ahora está en mi despacho. Supongo que en lo de genios y locos no hemos mejorado demasiado.

Ella contempló el cuadro en silencio, largo rato. Se suponía que no debía apartar la mirada durante tanto tiempo del amo al que servía, por si acaso la requiriera, pero no pudo evitarlo. Aceptaría el castigo en el improbable caso de que se lo aplicase.

—Los dibujos… —vaciló—. Son tan simples, como si lo hubiera pintado un niño. No tienen nada que ver con los otros cuadros. Pero son tan expresivos...

—Era un maestro de la técnica. Un gran maestro. Apenas era un muchacho y ya pintaba como los artistas consagrados. Así que aprendió a pintar a su manera. Porque cualquier idiota puede pintar un cuadro, pero hay que ser un genio para venderlo. Tenía la técnica, la capacidad. Y encontró la visión. 

>> La visión sin capacidad es inútil, ¿lo sabías? Pero el que tiene capacidad, y paciencia, acaba encontrando una visión. Porque los hombres con capacidad pueden apoderarse de la visión, y hacerla suya.

>> El padre de mi padre, los antepasados de los hombres de este lugar, tenían capacidad. Y encontraron la visión de unos locos que no sabían qué hacer con ella. Esos pobres diablos se hicieron llamar Cazadores. Ridículo. Pero tenían buenas ideas: tecnológicas, científicas, sociales... Filosóficas. Herramientas sin brazos fuertes que las hicieran funcionar.

>> Se creían forjadores del Nuevo Mundo, como si el Mundo no fuera siempre el mismo. Creían que el problema del antiguo era que el hombre no se sometía. Que no se sometía a la Naturaleza. Se equivocaban. La Naturaleza es femenina y es el hombre quien debe someterla.

>> El problema era numérico.  Demasiada gente. Demasiados hombres, en concreto. Apenas había una mujer por cada hombre. Una cifra inaceptable. Por eso la corregimos. Cambiamos una civilización basada en la competencia y la tecnología, en la guerra, por una hedonista.

>> Dimos a esos idiotas las herramientas para llevar a cabo su visión, pero guardamos algo para la nuestra. Un puñado de locos con buenas ideas necesitaban dinero, recursos. Y encontraron otro puñado de locos que los tenían.

—Entonces, ¿el padre de tu padre era… rico?

El director sonrió:

—¿Rico? No. Sus orígenes fueron humildes. Pero era inteligente, y tenía preparación, voluntad y carisma. Era capaz, en resumen. Los ricos, los que financiaron las locuras de los Cazadores, los que mandaron construir instalaciones como esta, contrataron a hombres capaces como mi padre. Los llevaron con ellos bajo tierra para que los sirvieran y los protegieran. Y entonces, los hombres como mi padre los mataron.

—¿Los mataron? ¿Por qué?

—Porque esos ricos contrataron hombres que les sirvieran y protegieran tras el fin del mundo, sin tener en cuenta que, tras el fin del mundo, el dinero con que les pagaban no valía nada. 

>> ¿Ves esos puntos brillantes? —el director señaló veinticuatro luceros blancos en el mapa. Ella los había contado varias veces—. Cada uno es un lugar como este, un monumento a la vanidad de un pobre idiota con aún más ingenuidad que dinero.

>> ¿Recuerdas cuando te enseñé a medir las distancias en un mapa? ¿Ves lo separadas que están las instalaciones? El mundo es grande. La tierra seca, bastante menos. Y casi la mitad es suelo helado, o desierto. En el resto se puede vivir, pero hay lugares incómodos: muy fríos, muy cálidos, muy montañosos, selvas, pantanos, ... Lo que queda ya no es tanto, pero, aun así, hay miles de kilómetros incluso entre las instalaciones más cercanas. Las futuras cunas de la civilización.

>> Las mentes que idearon el colapso encontraron también la forma de conducir a los supervivientes hacia esos puntos. En aquellos días aún era fácil propagar la idea de que la salvación se encontraba en lugares determinados: la información era rápida, y las mentiras aún más. Y la esperanza era la mentira más ansiada. Voló lejos.

>> Porque las distancias no importan, en realidad. ¿Lo sabías? —el dedo del director trazó un círculo horizontal señalando las paredes de su despacho, los monitores y consolas, las pantallas y mapas interactivos —. Los satélites han seguido funcionando, la información fluyendo. Esa música nunca dejó de sonar para aquellos que sabían oírla. Ayer hablé con Kioto. Quizá mañana lo haga con Adís Abeba.

>> Pero la mejor instalación es la nuestra, por supuesto. En la Europa occidental tenemos nuestro propio mar desde los tiempos de los romanos, un buen clima, y ya teníamos la cosecha más variada por recolectar: desde pálidas danesas a ardientes italianas, las complacientes moritas del norte de áfrica y un buen número de inmigrantes negras, latinas, asiáticas. Todas acabaron viniendo a los lugares que habíamos preparado.

—¿Los pequeños? —preguntó ella.

En torno a cada brillante sol blanco parpadeaban una constelación de luces más pequeñas, en diferentes colores, como camadas de cachorros alrededor de su madre. Nubes irregulares, pero con los soles casi en el centro, en algún lugar privilegiado por la orografía del terreno que favorecía la protección y los desplazamientos. Algunos rodeados por sólo cinco o seis de las pequeñas. Otros, por decenas. Calculaba que cada uno de los puntitos de aquellas nubes podía estar separados unos cien o doscientos kilómetros de sus vecinos, aunque aquellas distancias sólo era un concepto para ella, que había crecido entre las murallas del poblado y ahora habitaba los cómodos colchones de aquellas luces brillantes. 

—Son nuestros criaderos. Refugios. Como el lugar en el que naciste. La locura de los Cazadores, a nuestro servicio.


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Joafa.

Así se llamaba el joven soldado. Hijo de Joahel y de Fátima. El nombre de un hombre era una mezcla del de su padre y el de su madre. Las mujeres recibían el suyo, un nombre adecuado, del Antiguo Mundo, cuando parían un varón. Junto con una nueva posición y otra marca sobre la espalda.

Con frecuencia, era la última: pocas mujeres seguían ascendiendo, o caían en desgracia, después de ser madres. Madres de un varón, es decir. Se las marcaba sobre el pubis, un pequeño corazón, por cada hija que traían al mundo. Pero cuando parían un varón se les sellaba el coño, pues ya habían cumplido sus tareas reproductivas y en un mundo con más hembras que machos ningún hombre necesita compartir madre con otro. La reproducción masculina estaba controlada.

El joven era descendiente de Joaquín, el primer director. Director en minúscula, o jefe, o señor. Allí los hombres tenían un nombre y un cargo, que podía cambiar según evolucionaban sus talentos y las necesidades del centro. No había ningún Cazador. Los títulos ridículos eran cosa de salvajes.

Ya llevaba la ropa de campaña. Los hombres estaban preparados. Las armas y los transportes, listos. Sólo faltaba que su tío Joasah diera la orden. El muchacho iba a avisarle. Se paró ante la puerta del director y llamó. Dos toques. Le llegó la voz ahogada de su tío:

—Adelante.

La morita estaba arrodillada sobre la mesa, la grupa vuelta hacia las visitas, las rodillas separadas, ofreciendo a cualquiera que entrara una visión clara de su vulva húmeda y su ano expuesto. El director dominaba el arte de la cortesía con las visitas. La cabecita morena se perdía bajo el borde de la mesa, entre las piernas de su tío que, recostado, se dejaba hacer.

El joven carraspeó.

—Todo listo, señor.

El viejo gruñó con disgusto y dio un toquecito en la coronilla oscura y sedosa de la muchacha. Ella siguió, arriba y abajo, acompañando el vaivén con el murmullo de la succión y la saliva. Sabía concentrarse en lo importante.

El director la agarró del pelo y tiró.

—Para ya, tragona.

Ella se quedó sobre la mesa, relamiéndose, succionando los restos de saliva, mientras el director se guardaba la verga, se arreglaba el uniforme y se ponía en pie con un quejido; no estaba claro si por la edad o la frustración. El deber antes del placer.

Se dirigió hacia la puerta. El muchacho le abrió paso.

—Vamos pues —dijo.

Él hizo ademán de seguirlo, pero el director lo retuvo y él se paró, desconcertado. Desde la mesa, la morita los miraba. Le lanzó un guiño.

—Tú no, hijo. Tú tienes otros deberes que cumplir.


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La espiga estaba granada y se doblaba bajo su propio peso. Era hora de cortarla y separar el grano de la paja.

Sería la primera recolectada en su sección. Creció rápido, fuerte. Demasiado. El director tuvo que diseñar una guerra entre los dos refugios más poderosos: las plantas demasiado altas quitan el sol al resto. Siete iría primero. Después recolectarían lo que hubiese quedado de doce. El resto seguirían creciendo sin la amenaza de estas dos, hasta que les llegase la hora de la siega. Años o décadas, el director no viviría, y probablemente su sucesor tampoco, para contemplar la recolección de la última y el fin de la transitoria era de los cazadores. No importaba.

Todo iba según lo planeado.

Tenían algunas mujeres desde el principio, algunas que habían recogido después del colapso, las que habían ido recolectando poco a poco, la producción autóctona. Con la cosecha de los dos refugios aumentaría mucho su stock.

Era el inicio de una nueva era.

Las instalaciones estaban listas: poblados bien resguardados y ocultos para acoger una población exclusivamente femenina, mezcla de las recolectadas en los refugios y las propias. Allí crecerían y se multiplicarían. Cumplirían con las tareas asignadas y con sus deberes para con sus dueños. Ellos las protegerían desde la distancia y les darían lo necesario para reproducirse. Seleccionarían las mejores para uso propio y recordarían al resto a quién pertenecían hasta que no fuera necesario seguir haciéndolo.

Quizás alguna escapara, pero era poco probable: un siglo desde el colapso había domesticado al animal femenino. Sus mujeres aportarían orden; las que iban a recolectar, docilidad y sangre fresca. Era lo bueno de los cazadores, de la vida salvaje: las criaba gregarias y firmes; lo malo es que las ajaba pronto. Y las eclipsaba. Por eso, el mundo de los cazadores tenía fecha de caducidad. Los antepasados del director siempre entendieron la necesidad de contar con la colaboración de las mujeres. La visión femenina. Supeditada, sí, pero no suprimida. El resultado eran muchachas como su morita: recolectada al punto de almíbar, antes de que la vida salvaje la estropeada, dócil desde el principio, activa, colaboradora, curiosa. Arcilla moldeable. Una pena no tenerla en el vehículo: el deber antes que el placer.

Sus hombres tenían las herramientas necesarias. Sus antepasados los habían surtido bien, a cargo del rico de turno. Vehículos terrestres, marinos y aéreos. Eléctricos para desplazamientos cortos, solares para los largos, gasolina y biodiesel para situaciones que requerían contundencia y velocidad. Armaduras tácticas para los hombres. Armamento incapacitante para emplear con las hembras, en caso de que fuera necesario. Y armamento letal, puntero, por supuesto, con miras telescópicas alemanas para los francotiradores, pistolas austríacas, precisos rifles de asalto israelíes para los asaltantes. En un almacén cerrado aún guardaban un lote entero de viejos cuernos de chivo con su munición, por si acaso: cuando el óxido y los años convirtiesen el armamento puntero en chatarra, las Kaláshnikov aún seguirían funcionando. A su manera brutal e imprecisa, "dispara y reza", convirtiendo en pulpa al pobre desgraciado que tuviese delante y todo lo que lo rodeara, como un dragón borracho de vodka escupiendo fuego.

El director estaba sentado en su puesto de mando móvil, contemplando las estrellas a través del techo de cristal del vehículo. Pronto llegaría la hora de centrarse en las pantallas. Había desplegado los drones y ahora tenía líneas directas de comunicación y vista aérea del despliegue de sus tropas. Nocturna y térmica. Los salvajes quizá supieran ocultarse del ojo humano, pero no del electrónico. Para ellos, la noche había llegado.

Recibió la señal. Las tropas estaban dispuestas; las defensas del refugio, localizadas; el ejército salvaje estaba monitorizado; se acercaba, pero no llegaría a tiempo. Cuando llegaran, cerrarían la pinza. Tocaba la primera oleada. Pulsó el botón del comunicador:

—Matad


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Las celdas de iniciación eran especiales. Prácticas. La luz del techo era un círculo brillante que irradiaba una luz más poderosa que las pequeñas bombillas que alumbraban las celdas normales. Nunca se apagaba, para que sus usuarias entendieran que en aquel nuevo mundo no era el sol el que marcaba las horas. Aquí y allá había grilletes y tobilleras de cuero, argollas y cadenas firmemente clavadas en el cemento que se escondía tras el denso acolchado de las paredes y el suelo que convertía toda la habitación en un colchón gigante. Todo recubierto por una superficie plastificada blanca y brillante que facilitaba la limpieza de la sangre y los fluidos.

El muchacho esperaba, ansioso por conocer a la primera reproductora que le asignaban. ¿Cómo sería? Él era joven, alto, pálido y rubio. Era de esperar que la receptora compartiese esas características, pues era tradicional en una primera asignación el buscar preservar las características fisiológicas y raciales para que pudieran disfrutarlas las futuras generaciones. En la variedad está el gusto. Cuando se mezcla blanco y negro, siempre se obtiene gris. 

Pero su expectación tenía regusto amargo, apenas aliviado por la certeza de que la cosecha que se avecinaba no sería la última. Él no participaría en aquella victoria: vestía un batín blanco sin nada debajo, mientras sus compañeros llevaban ropa de asalto; en lugar de un fusil al hombro, la correílla de cuero de un látigo corto colgaba indolente de su muñeca. Nada más lejos de un arma: los destinados a domar a las novatas carecían incluso de la severidad de los que se usaban para disciplinar a las veteranas. Aun así, eligió el más pesado de los que le ofrecieron. Ignoraba si eso indicaba firmeza o debilidad, pero ante la duda, duro.

Lo balanceaba con impaciencia cuando la puerta se abrió y dos de las mujeres de confianza empujaron a la muchacha al interior, cerrando tras ella.

La chica permaneció ante él, nerviosa e indecisa, evitando mirarle con esos ojos asustados que saltaban del balanceo aburrido del látigo a la colección de cadenas y arneses que adornaban las paredes. Estaba desnuda, claro. Él se tomó su tiempo, valorando las promesas que ofrecía aquel cuerpo tan joven y jugoso como era de esperar, cada curva y recoveco, cada abultamiento y pozo por abrir, la melena dorada, la piel lechosa y tersa, sobre todo en aquellos pechos coronados por grandes pezones rosados, las caderas sinuosas, los muslos llenos… En el mundo antiguo, una muchacha tan expuesta se habría cubierto los pechos y el pubis con las manos, por instinto, pero ella había sido criada entre los salvajes: desde que empezó a desarrollarse sintió la mirada evaluadora de aquellos que aspiraban a cazarla, la valoración constante de sus atributos femeninos. Estaba acostumbrada. Sólo era una evaluación más, aunque más exhaustiva.  

Acarició la barbilla de la muchacha, invitándola a levantar la cabeza y mirarle. Pero ella siguió mostrándose tímida, de modo que descargó el látigo con firmeza para infundirle confianza. El cuero besó la piel con un chasquido seco y se enrolló en torno a la carne jugosa de la cadera. La joven protestó, pero no demasiado. Para las salvajes, que sus machos las disciplinasen era tan natural como respirar. 

El látigo subió por la curva de la cadera, acarició el vientre, lamió el suave canal entre los pechos y empujó con suavidad la barbilla de la muchacha que, ahora sí, le miró con aquellos ojos claros.  

— Hola, 071012. Soy Joafa —dijo, al tiempo que se acercaba a la muchacha y apresaba los sabrosos pechos entre sus manos—. He sido designado como tu primer reproductor.

Las manos abandonaron los pechos, tallaron la cintura y se perdieron bajo la espalda de la muchacha, clavándose en la firmeza de las nalgas y separándolas.

—Ahora —continuó— me excitarás, te abrirás de piernas para mí y te penetraré. ¿Lo has entendido?

La muchacha asintió. Él soltó una de las nalgas, agarró el látigo y lo descargó con fuerza sobre ella. La muchacha aulló.

—¿Lo has entendido?

—¡Siií! —sollozó ella.

—¡De rodillas!

Obedeció con presteza, y abrió la boca, aquellos labios gruesos y tentadores, para recibirle en cuanto se desabrochó el batín para ofrecerle su hombría. 

Él se adentró en la cálida humedad de aquella garganta, que le aprisionó cerrándose en torno a su carne. La saliva caliente iba y venía al ritmo de la succión, del vaivén de su verga sobre una lengua de terciopelo que temblaba bajo su dureza, escurriéndose por entre la comisura de aquellos labios inexpertos que intentaban abarcarle sin conseguirlo del todo.

"La delicia de la inexperiencia", lo llamaban los veteranos. Las suaves estrechuras de las grutas inexploradas de una virgen. El temblor, la vacilación, que añadía picante a unos orificios que, pese a la falta de práctica, fueron bien adiestrados por sus madres salvajes para satisfacer al macho. Entró y salió, una, dos, tres veces, deslizándose hacia el interior de aquella garganta tierna que le acogía con docilidad. Se sentía crecer en cada embestida, endurecerse, afianzarse entre los pómulos suaves, agarrando el pelo rubio de la muchacha y empujando hacia su interior. Su propia inexperiencia hizo que pronto estuviera listo.

La empujó contra el suelo engomado. Ella se tumbó separando las piernas. Se echó encima, cubriéndola. Su verga encontró acomodo en la lúbrica humedad entre sus muslos, acarició su apertura y presionó, abriéndola apenas. Ella le miraba, con los ojos acuosos y los labios separados en el ruego mudo de la respiración contenida. Clavó sus ojos en los suyos y su dureza en la suavidad de su interior. La muchacha se tensó, se arqueó, los muslos se apretaron en torno a él. Gimoteó con un quejido seco mientras la humedad se derramaba desde sus ojos y se escurría por sus mejillas y por sus muslos. 

Entró en ella, encajándose en su interior, acomodándose sobre su cuerpo.

Entonces empezó el ataque.


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Tronos de calaveras, tronos de piel y hueso, tronos de espadas, tronos de piedra… La parafernalia salvaje llegaba a extremos ridículos. El director echaba de menos el sillón de cuero de su oficina mientras la fría dureza del sitial del Cazador le recordaba su edad clavándose en su espalda y en sus posaderas. La pretensión de un trono parecía reñida con la ergonomía. Al menos, la pelirroja arrodillada ante él ponía todo su empeño en aliviar su incomodidad con la entregada dedicación de sus labios.

—Calma, pequeña —susurró, frenando el vaivén de la cabecita de fuego con su mano—… Sin prisa: tendrás comida de sobra.

También el Cazador estaba arrodillado, pero intentaba mantener la cabeza erguida con orgullo. Poco importaba. Su sumisión no era relevante. Su honor no sería recordado. Había minas que explotar, madera que cortar, piedra que picar, campos que sembrar. Los cimientos y alcantarillas de la futura ciudad de las mujeres. Si el salvaje se recuperaba de sus heridas, formaría parte de la mano de obra que preparase los cimientos de la nueva era. Y cuando ya no aguantara en pie, sería olvidado.

Fuera, se reordenaba el caos que sigue a cualquier batalla. El estruendo de disparos aislados silenciaba las quejas de los salvajes heridos más allá de la salvación. Los sanitarios se ocupaban de sedar y tratar al resto antes de su transporte. Materias primas, alimentos, manufacturas, bestias u hombres, todo lo aprovechable sería recolectado antes de mandar aquel lugar al sumidero de la historia. 

Los salvajes ilesos, ya fuera por ser demasiado cobardes o lo bastante inteligentes como para comprender que la batalla estaba perdida, acabarían en las minas, donde ni la inteligencia ni el miedo pueden escapar. El resto, pese a su agresividad, serían más fáciles de controlar en campo abierto: construirían y sembrarían. Los jóvenes serían reeducados para servir durante más tiempo y con menos vigilancia. Pero todos, antes o después, se acabarían extinguiendo, pues su tiempo había terminado.

Las mujeres se trataban aparte, claro. El chasquido del látigo sobre la carne firme de las salvajes, el himno triunfal de aquel nuevo mundo, rebelaba que aún quedaban algunas revoltosas que necesitaban ser aplacadas, pero la mayoría se mostraron dóciles. Lloriqueantes, temblorosas, tristes o tranquilas, pero dóciles. Las apartaron nada más completar la victoria, pues eran el objetivo principal de la incursión. Desnudas y en fila, serán medidas, talladas y examinadas para poder catalogarlas por edad y desgaste, por la generosidad del volumen de sus labios, de sus pechos, de sus muslos y nalgas, por su piel y por su pelo… El buen doctor también las examinara: el dedo experto colándose entre esos muslos apretados para cribar a las potenciales reproductoras de aquellas que ya habían sido contaminadas por los salvajes. En el viejo mundo, un médico de campaña, tras una batalla, tenía cometidos mucho menos gratos. Esto es el progreso.

Las puras se pondrán a buen recaudo, en seguida. El resto quedarán disponibles para el desahogo de sus guerreros. Aquellas que han requerido el látigo se presentaron voluntarias, sin saberlo, para acabar con el culo en pompa. Un par de escuadras de soldados esperando turno para sodomizarlas terminarán de aplacar su espíritu rebelde. El resto también ofrecerá la boca, pues su actitud más colaboradora hace menos peligroso disfrutarlas por ahí.

El propio director disfrutaba las mieles del éxito de labios de la pelirroja.

—Tu hembra chupa bien —comentó.

Los músculos del Cazador se tensaron mientras intentaba erguirse un poco más.

—Tú atacaste nuestras partidas de caza —masculló el salvaje.

No era una pregunta, pero el director asintió.

—Reconozco tu victoria, forastero. Estoy dispuesto a negociar.

El Cazador hablaba con firmeza y tranquila. Con orgullo. Triste espectáculo, como los tigres que se paseaban con elegancia señorial en sus jaulas de los zoológicos del viejo mundo. Depredadores esperando que sus amos los alimenten.

—No tienes nada que me interese.

El salvaje sonrió.

—Pareces un líder inteligente, anciano. Alguien que valora el conocimiento. Poseo secretos. Una sabiduría antigua y poderosa que sólo se rebela ante mis ojos. Estaría dispuesto a compartirla...

Dejó que su propuesta flotara en el aire. Así de triste resulta a veces la esperanza. 

El director suspiró. Resulta ruin regodearse en la victoria frente a enemigos que nunca tuvieron una oportunidad. Matar de una vez las ilusiones de aquella criatura era una cuestión de clemencia. Chasqueó los dedos y un soldado se acercó con un puñado de documentos recuperados de la sala oculta y los depositó con cuidado junto al trono. El director cogió algunos, ojeándolos antes de volver a depositarlos en el montón: buenas ediciones, impresiones nítidas, papel de calidad, tiradas en rustica, mapas y esquemas plastificados; un tesoro hecho para durar; un botín agradable, aunque no lo hubieran ido a buscar.

— Mapa de Europa, A2, proyección Mercator. No está mal, pero es una elección poco práctica: estas fronteras ya no existen.

>> Un atlas de anatomía médica. El doctor estará complacido. Nunca sobran.

>> "Cálculo", en una variable. De Larson. Mientras estudiaba, llegué a pensar que era el libro más pesado de la historia. Hasta que descubrí que había un segundo volumen para las variables múltiples. 

>> ...

>> ¿Es esta la sabiduría que ofreces? ¿Acaso crees que la entiendes, muchacho?

El Cazador no contestó, la boca cerrada con obstinación. Las palabras del director habían abierto grietas en la firmeza de su orgullo.

—Esto —dijo el hombre mientras apretaba contra su entrepierna la cabecita pelirroja. La mujer gorgoteó con la verga en su garganta— esto es lo que hemos venido a buscar. Y ya lo tenemos. No hay nada más.

>> Tu tiempo ha terminado.


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La joven hembra seguía tumbada sobre el mismo suelo en el que su macho la había estrenado. Ni siquiera había cerrado las piernas. La semilla con que la rellenó aún goteaba entre ellas. 

Joafa.

Así se presentó, antes de separar sus muslos y arremeter. Aún lo sentía dentro, en el ardor latente de su tajo, en el vacío que aquella dureza había tallado en su interior, en la sangre que se resecaba coloreando sus muslos. 

Ahora le pertenecía. Lo entendió enseguida, pese a que la hubieran marcado antes de estrenarla, estrenado sin haberla cazado. Los forasteros hacían las cosas al revés, pero su dominio era evidente. Era suya.

Joafa.

Se había marchado tras derramarse en ella.

—A descansar —dijo—. Quiero saber cómo les ha ido a nuestros hombres. Más tarde volveré para terminar contigo.

Dejó el látigo colgado de la pared, frente a ella. Un aviso. Al principio ni siquiera lo veía, dolorida como estaba, asustada, resollante tras aguantar el peso de aquel cuerpo robusto sobre el suyo, deslizándose sobre ella, embistiéndola. Al principio sólo veía el sol del techo, cegador, implacable. Sólo oía el sonido de su respiración acelerada mientras intentaba recuperar el aliento. Sólo saboreaba la lengua del macho que había jugueteado en su boca. Sólo olía la sangre, el sudor, la semilla que se derramaba desde su interior. Sólo sentía el ardor en sus entrañas. 

Se fue calmando, recuperando las fuerzas, la tranquilidad. El látigo colgaba, inerte y amenazador, recordándole que el macho aún no había terminado con ella. El tiempo pasaba sin pasar bajo aquel sol que no marcaba las horas.

Se abrió la puerta. Su macho. Se inclinó sobre ella y sonrió.

—Hemos ganado...

Le dio la vuelta. Ella quedó bocabajo sobre aquel suelo firme pero elástico. Sus piernas se habían cerrado en el giro, pero enseguida volvió a abrírselas y lo sintió sobre su espalda. La saliva humedeciendo su entrada trasera, el dedo acariciándola, la dureza entre sus nalgas, su presión, su empuje. 

—…hay que celebrarlo.

Había llegado el momento de sembrar.